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La vuelta temporal del perro zelig


Me meto por calles y cuadras que hace años que no andaba, por algunas que no anduve nunca, es que uno tiene ya sus rutas. Descubrí mi forma de viajar en la pandemia. A veces en el tiempo. A veces en el espacio. Hoy salí por avenida Córdoba para el lado de Pueyrredón.
Llevaba demasiados años sin andar por ahí. Cuando me vine a vivir a Buenos Aires a comienzos de los 90 alquilamos en Córdoba y Billinghurst y ese era mi barrio. Y cuando empecé a trabajar en el centro, Córdoba se convirtió en mi calle de regreso. El primer mes volvía caminando porque hasta que cobré el primer sueldo estaba sin un peso. Y buscaba en los cordones moneditas de un centavo. En esos años, en los días de oferta, la baguete de COTO costaba 9 centavos. $0.09. Y muchas veces no llegaba a juntar esas nueve guitas. Cuando en mi paseo llegué a la plaza de Anchorena, la de los perros, se me volvieron todos esos días. En ese COTO a veces me compraba la baguete y me la comía, así pelada, en un banquito. No aguantaba las 6 o 7 cuadras que faltaban para llegar a casa. Pero también se me volvieron otros. Esa plaza fue lo primero que ví cuando vinimos a conocer Buenos Aires en el 87 con los jirones de familia que teníamos. Nos alojábamos en el Hotel Piriápolis ahí al lado. "Hotel para Turistas" decía. Tiempos en que el turismo era algo extraño.

En la fuente nos sacamos una foto con mi hermana, no sé si aún existe. Igual estaba borrosa y podría haber sido de cualquiera. No tengo muchos ni buenos recuerdos de esos tiempos, la familia estaba totalmente rota, pero hay algo que jamás me olvido: Enfrente de la plaza había un bodegón al que una noche fuimos a comer y que tenía manteles de cuadrillé blanco y rojo y decenas, cientos de jamones colgados en el techo que para mí, paisanito que nunca había salido de Trelew, eran algo maravilloso, fellinesco, como la cúpula de la Capilla Sixtina o la ballena gigante que cuelga del techo del Museo de Historia Natural en Londres. Qué iba a imaginar yo que muchos, demasiados años y demasiadas vidas después, iba a darme el lujo de instalarme en Kensington a la vuelta del museo, y que vería una y mil veces esa ballena con la misma fascinación con que miraba los jamones crudos flotando por el aire. O que iba a quedarme tieso del cogote tratando de guardar cada detalle del fresco que pintara el pobre Miguel Ángel, que dicen que quedó jodido para siempre de la espalda.
Y que después de todas esas y otras vueltas iba a volver, treinta años después, y me iba a poner a ver si estaban todavía el hotel Piriápolis y el bodegón de los manteles rojos, pero qué van a estar, hay dos torres, una a medio terminar, que se ven bonitas, pero que no tienen nada parecido a jamones ni a ballenas volando en sus alturas.
Lo que todavía está es el COTO, obviamente era medianoche y estaba cerrado, sigue tan feo como siempre, y ahora sus baguetes además de horrendas son caras, así que tampoco de eso tuve nostalgia. Seguí con mi vuelta larga, escuchando canciones en italiano para ver si se me pega algo del idioma. A Italia fui hace cuatro años, parecen cien pero fueron cuatro, y recién ahora se me ocurre ver si cazo algo, o si me hago entender.
Con el dólar a mil quinientos voy a volver en 2090.
Y entre Laura Pausini y Lucio Dalla, entre Nicola Di Bari y Doménico Modugno, me entraron una ganas irrefrenables de comer pan, como si realmente hubiera viajado en el tiempo y se me hubiera pegado ese hambre traicionero de finales de los noventa.
Por suerte hoy habíamos comprado flautitas. Y había jamón y manteca en la heladera. Me hice unos mates, a la una de la mañana me hice mates, y me estoy morfando el sánguche mientras pienso que aunque sigo alquilando y laburando, y no vivo lejos de esa plaza infernal, he sido un tipo afortunado.