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Toda una noche contigo

El segundo beso de mi vida lo di recién a los 18 años, viviendo ya en Buenos Aires. Beso en serio, no piquito. Con Inés, que fue mi refugio ese primer año de hostil vida porteña. Durante mucho tiempo para mí ese fue mi primer beso, o al menos eso decía, o creía, no lo sé. El asunto es que hubo otro beso. El primero, varios años antes. Uno que, por esos callejones oscuros de la vida, había tapado con tierra. Yo tenía 14 y era lo que ahora se llama nerd, pero en esa época se llamaba "traga" y no era nada cool. Olvidate de Sheldon e imaginate, no sé, a Godínez. No era que me gustara mucho el colegio o estudiar, siempre estaba a punto de quedarme libre por faltas y para las pruebas estudiaba la noche anterior o la misma mañana. Pero siempre me gustó leer, leo desde los 3, y lo que leía lo entendía de taco y lo retenía. Pero era "el traga". A comienzos de segundo año todavía no se había armado la banda de atorrantes que me permitió salir un poco de ese rol, faltaba un año largo para eso. Tenía sólo un amigo y no era muy popular que digamos. Además usaba anteojos, era rellenito, orejón, y pobre, o sea que me vestía con lo que había. La segunda o tercera semana cayó al curso una alumna nueva: Romina. Si hago fuerza me acuerdo del apellido, pero por ahora con su nombre alcanza. No era de Trelew, había llegado de Bahía o por ahí, y se convirtió al instante, y por lejos, en la chica más bonita de la clase: Flaquita, pálida, pelo negro y lacio, pecas, y un look de rebelde que en esos años pre-generación X era una revolución. Se sentó en el asiento de adelante mío, primera fila. Yo, miope, siempre iba adelante, pero como además era vergonzoso, nunca a la primera fila. Quedé atrás de Romina. Estaba fascinado con ella, y con su pelo. En un pueblo como Trelew, donde no hay un día en que no haya vientos huracanados y toneladas de polvo en suspensión, ese pelo negro, liso y brillante, era de otro mundo. Y además olía riquísimo. Me habré olvidado su apellido, me cuesta recordar detalles de su cara, pero puedo describirte con detalles su pelo y su perfume. Obviamente era el extremo opuesto a mí así que, como solía hacer para ahorrarme trámites, me di por despreciado. No le hablaba, ni la saludaba. Nada. Ella menos, aunque hay que decir que tampoco socializaba con nadie. En los recreos se iba sola al patio y algunas veces la vi salir del colegio a escondidas, después supe que para fumar. Así pasaron algunas semanas, o meses, hasta que cuando llegó la época de las primeras pruebas, en una de historia, dieron tema por columnas y nos tocó el mismo. Yo por más que sabía, siempre me ponía extremadamente nervioso en los exámenes. Así estaba, en ese rigor mortis, cuando veo la mano blanquísima de Romina hacer como que se rasca el hombro, y, juntando el meñique y el pulgar, hacerme un tres con los dedos del medio. No respondí, no hice nada. Si antes ya estaba catatónico, eso me terminó de petrificar. Pasaron unos minutos y volvió a hacer lo mismo, acomodándose la ropa me hizo el tres, pero esta vez además dio dos golpecitos, como insistiendo. Me di cuenta de inmediato que ese momento era uno de los que te definen. O seguía siendo un traga cobarde y aislado para el resto de mi vida, o me erigía como el ogro que se transformaba en héroe para salvar a la lánguida princesa de las garras de la historia. Podía costarme caro, pero valía la pena. Yo, el que nunca se había copiado ni había ayudado a copiarse, el abanderado de primaria, favorito de las maestras, azote de los Caballascas, iba a hacer un machete, y para otra persona. Temblando, como la primera vez que me tiré al aire desde arriba de una montaña, corté una esquina de la hoja final de mi cuaderno y con la letra más pequeña y legible que sabía hacer escribí: "Carlos Martel, mayordomo de palacio, padre de Pipino el Breve, y abuelo de Carlomagno". O algo parecido. Apenas la profesora desvió la vista lo metí en el bolsillo de su campera. Hasta que acabó la prueba estuve en pánico. Terror de que la descubrieran leyéndolo y quedara en evidencia mi caligrafía. No sólo por mi letra, sino porque escribía con rotring. Ese papel era un ADN positivo. Por suerte no pasó nada. Entregamos y salimos, yo esperando que aunque sea me sonriera o me dijera "gracias", pero nada. Desapareció, como siempre, y volvió justo cuando empezaba la otra clase o quizás más tarde, no me acuerdo. No me enojé, no la odié, seguí igual que antes, invisible. Cuando nos dieron las notas ella aprobó, cagando pero aprobó, y otra vez nada. Ni gracias, ni un guiño, cero. Así pasó parte del año, una o dos veces más me volvió a pedir y le volví a pasar machetes, de puro arrastrado. Seguía abrumado por su pelo y su perfume, ella ya había hecho una amiga, yo me había integrado un poco al curso porque se había corrido la bola de los machetes y había ayudado a varios. Sobrevivía y eso era mucho. Cuando llegó primavera comenzaron los asaltos, y me invitaron. No por popular: Yo tenía un SANYO doble casetera con ecualizador que habíamos comprado en Delon, unos usureros de cartel, pero el único lugar donde familias con una economía como la nuestra (desastrosa) podían cuotear, y que gracias al desagio de Sourrouille terminamos pagando chauchas y palitos. Gracias a ese equipo que yo podía sacar de mi casa, básicamente porque en mi familia se podía hacer literalmente cualquier cosa, sumé otro poroto con el curso. Era el DJ. Me encargaba de organizar los casetes, los míos y los que llevaban otros, y hacía mis propios compilados de enganchados. La casa casi siempre la ponía Natalia, otra unpopular de padres copados que sumaba porotos con eso. La adolescencia es una continua transa para comprar amistades. Un juego espantoso. Para esa época yo seguía atraído por Romina, pero me había empezado a gustar otra chica, menos hosca, bastante linda, y pensaba todo el tiempo en ella como buen pendejo de pueblo a los 14. Obviamente no me daba ni bola pero nos habíamos hecho un poco amigos, en el fondo ella era algo friki como yo. Para los asaltos yo la pasaba a buscar por su casa para que la dejaran ir y la acompañaba a la vuelta. Me contaba los problemas de su familia, a mí me parecían giladas a lado del espanto que era la mía pero nunca se lo dije, y menos le conté de mi familia. Me daba mucha vergüenza. En la semana previa a uno de esos asaltos, sería el tercero o el cuarto, Romina se enteró por alguien que yo pasaba a buscar a mi amiga por su casa, y quién sabe por qué chifle, apuesta o perversión, me habló. Por primera vez me habló. Me dijo algo así como que nunca me había agradecido por la ayuda, yo le debo haber dicho "no pasa nada" con mi mejor cara de pelotudo, sudando frío y con la garganta cerrada como si me se me hubiera atravesado un Frutifrú. No hubo beboteo, no existían esa cosas, las chicas hablaban como en Clave de Sol, con las manos adentro del puño de sus buzos grandes, moviéndose de lado a lado y cada tanto acomodándose el jopo o el pelo de los hombros. Pero me dijo que iba a ir al asalto de Natalia y que si quería podía ir a buscarla para acompañarla. Ella jamás había ido a ningún asalto, ni asado, ni siquiera iba a los grupos de estudio. Mi instinto de supervivencia me decía que no, que ni en pedo, y mi vergüenza atómica lo multiplicaba por cinco. Pero quién sabe qué hormona del millón que generé en esos minutos activó el gen recesivo de la inconciencia y le dije que sí. Que la pasaba a buscar. El traga iba a pasar a buscar a la chica más linda del curso, e iba a llegar con ella al asalto. No me importaba nada más. Por más que esos días me hice todas las novelas, una más delirante que la otra, en el fondo estaba hecho con llegar con ella y que me vieran. Yo sabía que no iba a pasar nada, pero caer con una piba así de hermosa abría puertas. Era feo, no boludo, y me importaba más mi raquítico ego que otra cosa, como buen adolescente. Supervivencia, hermano, supervivencia. Matemáticas puras. Obviamente la noche anterior no pegué un ojo. Pensando qué decirle, en cómo me iba a vestir, en cómo portarme en el asalto. Por suerte a esa edad no dormir no cambia mucho. Ese sábado estuve todo el día preparándome, viendo qué me ponía, todo lo que tenía estaba roto o era horrible. Al fin encontré un suéter color crema, no sé si mío o de mi hermana, le robé el Old Spice a mi viejo que todavía vivía con nosotros, agarré el sanyo, y a la calle.

Estaba seguro de que me iba a poner alguna excusa o que directamente no iba a estar. Pero estaba. Vestida igual que siempre, supongo que ni se había preparado, pero para mí era la chica más hermosa que había visto y que vería nunca.
Nos fuimos, caminamos, en Trelew todo es cerca, y entonces lo era más, y yo no sabía de qué hablarle. Me preguntó qué iba a hacer mi amiga, si alguien iba a buscarla. Yo ni había pensado en ella, le dije alguna mentira, supongo. El lunes siguiente me valdría una pelea fulera porque se quedó sin ir por culpa mía, pero en ese momento yo no podía pensar en otra cosa. Llegamos al asalto, había poca gente así que yo me fui a preparar la música como siempre, y Romina se fue aparte, lejos de todos, como siempre.
Desde donde estaba podía verla, con cara de "esto es un asco y estoy rodeada de perdedores", como miraba todo habitualmente. No me animaba a ir a buscarla porque obviamente yo me sentía parte de ese asco, así que me concentré en poner música. En esa época estaba fanatizado con el Rock Nacional, peso que tenía peso que me gastaba en casetes.
Tenía Cadillacs, Pericos, Enanitos, Banana, Soda, Fito. Y también algunos de Pet Shop Boys, Erasure, A HA. Y lentos. Era la música que pasaban los boliches, y yo, gracias a mi hermana, iba al boliche desde los doce. Al boliche de noche, nada de matineé. Yo estuve la navidad del 87 en que Stress inauguró los lasers, amigo. Y pasaban la mejor música del mundo. Te puedo asegurar que nunca la música fue mejor que en los años que van del 82 al 89. Cuando llegaron los de mi grupo todo fue como siempre, chistes boludos, ver si robábamos algún licor de chocolate del bar de los viejos de Natalia. Algunos bailaban, a mí me daba vergüenza. En el boliche con los amigos de mi hermana sí bailaba, pero con los míos me sentía un gil. Había pasado más de una hora de que habíamos llegado y Romina había desaparecido, nada raro, estaba seguro de que se había rajado de ese circo de perdedores, hasta que en un momento en el que yo me había quedado solo con la música, apareció y me preguntó "¿vos no bailas?".
No sé si porque habían bajado las luces, por la música, o por los copetines, pero te juro que nunca más en toda mi vida vi a una chica así de hermosa
En ese momento ví, antes no me había dado cuenta, de que se había delineado los párpados de negro, que tenía brillo en los labios, y que llevaba unos aros diminutos que brillaban como estrellas. Le dije que no, que no bailaba, que no me gustaba. "A mí tampoco, y menos esta música".
Otra vez el frutifrú en mi tráquea.
Por suerte, además de hacer ver todo más lindo, el alcohol envalentona: "A mi me gusta esta música" le dije. "Pero cambio si querés, tengo Depeche" y le di el casete de Black Celebration. No era mío, pero eso no se lo dije.
Ella misma puso stop, sacó lo que sonaba que seguramente era la Zimbabwe o alguna de esas cosas, y le dio play al lado A.
Se quedó al lado mío. No sonreía, pero tenía los ojos diferentes. Se notaba que le encantaba esa música.
Cuando llegó A Question of Lust me dijo "¿bailamos?". Le dije que sí. Si me hubiera dicho tirémonos del acantilado más alto de Magagna le habría dicho que sí. Si me hubiera pedido que matemos a sus padres y los cortáramos con chuchillos y los tiráramos al río Chubut le habría dicho que sí. Fue la primera vez en años que no tuve miedo. Tenía todos los nervios del mundo, y de un millón de mundos más, pero no tenía miedo. Bailamos esa, y Sometimes, y It Doesn't matter, y cuando se terminó ese lado alguien lo sacó y puso alguna música de mierda, pero seguimos bailando. No nos habíamos tocado ni un pelo, ni las manos, pero yo estaba en esa nube en la que te subís las primeras veces del amor, esa en que flotás y que no querés que baje nunca aunque te falte el aire o no sientas las piernas. En esa nube estaba cuando alguien que nunca supe quien fue pero a quien le agradeceré cada día de mi vida, alguien que Dios, si existe, puso en la mesa de la música para darme por una vez una palmadita en el hombro y decirme "hoy te toca pibe, hoy por fin te toca a vos", alguien, un ángel trelewense, puso mi casete de lentos que empezaba con "Toda una noche contigo" de Banana Pueyrredón y apagó las luces, y yo me quedé helado, como me quedé helado muchos años después la primera vez que me desnudé delante de una chica, helado, petrificado, esperando que Romina dejara de bailar conmigo, pensando que no sabía qué hacer, que me iba a morir, que lo mejor era a salir corriendo, pero no me morí, y lo que es mejor, no salí corriendo, y ella, en el gesto más hermoso que tuvo nunca una mujer conmigo, agarró mis manos, las puso en su cintura, puso las suyas en mis hombros, y con un poco de distancia como se usaba entonces para bailar lentos, inclinó su frente sobre la mía.
No bailamos, nos quedamos así un rato escuchando la música, que tal vez finalmente a ella sí le gustaba, quién sabe. Podía sentir su perfume y su aliento y su respiración y si me apurás te juro que sentía como latía su corazón, aunque tal vez era el mío. Nunca supe por qué hizo eso. Si bien en todo el año no la había visto con nadie, era de esas chicas que podía estar con quien quisiera.
Era hermosa. Y yo era el otro extremo. No entendía, no entiendo aún, por qué ella estaba ahí, en el medio, a la vista de todos, con alguien como yo. Tampoco entiendo por qué a la mitad de la canción sacó su frente de la mía, la puso en mi hombro y se pegó a mí, y empezó a bailar, despacito, como queriendo irse del mundo. No hablamos, no nos miramos, sólo bailamos. Ni por qué un poco después, antes de que termine la canción, se separó apenas, me toco el pelo, y me besó. Yo no sé si hay una cosa más importante en la vida que el primer beso, seguramente sí, pero dudo que haya algo más inolvidable. Todo lo que existe en el mundo pasa por vos en ese momento: Todos los colores, todos los olores, todas las sensaciones, absolutamente todo. Sentís cada célula de tu cuerpo y cada gramo de tu alma. Sentís un nudo en la garganta, ganas de mearte y de llorar, y un calor infinito que te sube hasta la frente. Creo que morirse debe ser igual. Nos besamos largo. Ella me besó, yo no sabía, mientras me besaba yo aprendía, no había nada más en el mundo que sus labios y su pelo y su perfume y su cintura y la música envolviéndome, levantándome del suelo, aislándome del mundo.
No me di cuenta cuándo acabó la canción, ni cuando empezó la otra, cuando terminamos de besarnos ella volvió a poner su frente en mi hombro, y seguimos bailando lentos hasta que cayó la noche, y nos volvimos a besar varias veces más, pero no fue igual que la primera. No nos dijimos nada más, ni una palabra, hasta que cuando ya quedaba poca gente me agarró la mano y me dijo "vamos". Se me congeló el corazón. Si no había estado preparado para dar un beso, menos para otra cosa. Por suerte lo siguiente que dijo fue "acompañame a mi casa".
Busqué mi abrigo, el suyo, dejé el equipo y mi música, no me importó nada, sólo quería estar al lado de ella. Era de noche y había un viento helado como casi todos los días, caminamos pegados, con los brazos enlazados y en silencio las cuadras de camino hasta su casa.
Cuando llegamos ella me soltó, me dio un beso cortito, casi un pico, me dijo "gracias" y se metió a la casa.
De esa noche no me acuerdo mucho más, no recuerdo cómo llegué a mi casa, ni cuándo fui a buscar mis cosas a lo de Natalia, ni nada. Sí recuerdo los días siguientes. Romina faltó al colegio. Faltó esa semana, y la otra y la otra. No volvió más. Nadie en el curso sabía por qué hasta que una chica, esa que había sido su amiga algunos meses, nos contó que la familia se había vuelto a la ciudad de donde eran. Que se enteró cuando ya se había ido. No volví a saber de ella. Nunca pude preguntarle por qué hizo lo que hizo, si sabía que ya no iba a volver a verme, si le había gustado. Nunca pude darle las gracias. Al año siguiente a mi curso cayeron una banda de delincuentes, repitentes, y otras calañas que me adoptaron, y como sucede cuando uno es joven, que todo pasa como un tren bala japonés, dejé de pensar en Romina. Nos dedicábamos a emborracharnos, a ratearnos, jugar a la pelota y hacer asados, casi siempre entre varones. No hubo más asaltos, ni lentos, y aunque íbamos todas las semanas al boliche, no era lo mismo. En el medio mi familia se caía a pedazos, mi viejos se separaban, mi madre se moría en mi último año de colegio mientras teníamos que abandonar mi casa por la inundación, y me patinaba un año, el 93, porque no quería dejar a mis amigos y porque me daba terror venir a Buenos Aires. Perdí la inocencia a garrotazos. Me olvidé de Romina, de los lentos, y de la nube en que flotamos esa noche. Me llevó años, muchos, volver a recuperarlo. Una noche, en Colombia, ya casi en mis 40, durmiendo en una hamaca junto al mar en La Guajira, soñé con ella, y con ese beso. Y como esas historias en que unos nietos heredan una casa y en el granero encuentran, tapada de polvo, la colección de Maseratis que el abuelo tenía antes de la guerra, recuperé un pedazo grande de mi vida que no me acordaba que existía. Se abrió esa puerta y fueron cayendo, como estrellas, cada uno de los momentos de esa noche.
No sé que habrá sido de Romina, si vive, si se casó, si tuvo hijos, si fue feliz, si se acuerda de ese asalto, o si se le olvidó y un día como a mí se le apareció como un fantasma en medio de la noche. Ojalá sí sepa, ojalá se haya dado cuenta alguna vez que fue la mujer más importante de mi vida.