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Sin medir distancias


La tarde que te fuiste comenzó a llover y no paró nunca más. Me quedé en el Bola Roja junto a una de las puertas esperando en vano que se apague el aguacero, viendo el trajín del mercado que nunca se detuvo:




Los viejos Land Cruiser y Willys cargados de sacos de café, de plátano y banana, entrando y saliendo a las corridas, chocándose a los gritos, mezclados con mulas iguales a las Conchitas de arpillera que me habías regalado cuando todavía me querías.




A la mañana siguiente tenía una chiva hasta Jardín o Jericó, ya no recuerdo, pero esa misma noche cerraron los caminos que iban más allá de las veredas vecinales. Deslizamientos, desbordes, vías rotas, y una niebla espesa empecinada en quedarse a dormir al ras del suelo.
Así un día, y otro día, y semana tras semana hasta perder la cuenta.
Aprendí a vivir entre las nubes, a no contar los días, a volver a las viejas costumbres de mi pueblo. Conocí el idioma secreto de los andariegos, me senté en sus mesas en silencio viendo pasar las rondas de guaro y de cerveza. Supe de la música del pueblo y del Cacique de la Junta.




Primero regalé tu cosas. Después las mías. Hasta mi propio nombre.
Salamina era una isla flotando sobre el cielo de la que no se podía entrar ni salir mientras el agua no aflojara. Si el olvido alguna vez llegaba, lo iba hacer en esas mismas calles que anduvimos juntos.




Conseguí trabajo en el mercado limpiando los restos del desposte. En esos sitios no existe al asco ni el horror, la vida camina cerca de la vida, y aún más cerca de la muerte. Al poco tiempo ya manejaba la cuchilla y tenía mi propio delantal bañado en sangre.




Encontré una piecita justo en el límite del pueblo y la alquilé con el nombre que me habían puesto en el laburo: "Carlitos".
Más allá de mi ventana había un depósito de viejas heladeras y más allá las nubes que tapaban todo. Era imposible pensar en algo más lejano, ni siquiera en vos.




Los viernes por la tarde me bañaba largo para sacar el olor a sangre de las manos y de la memoria y me iba los billares Champion enfrente del acopio a darle mejor uso a la terrible puntería aprendida en coyunturas.
Me hice un nombre sobre el paño y llegué a ganar mis buenos pesos.




Ya me había resignado a no salir nunca de ese pueblo. Se había vuelto mi vida y no me disgustaba. Y si bien pensaba en vos a veces, supe dormir acompañado algunas noches y encontré una felicidad modesta en la rutina de trabajo, en escuchar las gotas escurriendo por el techo, en aprender a preparar la lengua en salsa y en hacer chocolate con arepa en las mañanas.




No sé cuántos meses pasaron. Tal vez años. La lluvia hace que el tiempo parezca repetido y no ver el sol te llena el cuerpo de polillas que un día empiezan a comerte.




Supongo que era Agosto porque el camión que llegó del norte traía flores pintadas a los lados. Yo fui el primero en verlo desde mi ventana, entrando por el camino que llega de Pácora y Aguadas.




Las nubes comenzaron a abrirse, primero con pereza y luego como si las soplara alguna fuerza que ya habíamos olvidado para dejar pasar a ese camión que venía a devolver la primavera. Lo conducía un paisa melancólico y callado que se hacía llamar Don Suárez pero no traía a nadie. Sólo él.




Se sentó en el bar en silencio. Poco a poco fueron llegando los más viejos del pueblo a sentarse alrededor, como esperando saber a qué había venido. Así pasó la tarde, pero no supe nunca de qué hablaron, si es que hablaron. Apenas salió el sol tiré mi delantal sobre el cuarto trasero de un marrano y salí corriendo hacia la calle.




Ese día fue el último en el pueblo. Hice dedo en el primer Jeep que ví que salía camino a Marulanda con las cuatro cosas mías envueltas en un trapo, sin mirar atrás.
No quería volver a ver el sol en Salamina.